Paco o Ladrón 1
Ese verano tembló casi todos los días. Si uno pegaba la oreja en el suelo, podía sentir el ronroneo de las masas ígneas desordenándose en las profundidades. Pero era verano, y por lo demás, los temblores habían pasado a ser parte de la rutina estival. Claro, habían por ahí pronosticado un terremoto, pero habían ya anunciado tantas catástrofes de tantas y variadas materias que la gente se había vuelto totalmente incrédula. Los vecinos que pudieron salir a alguna parte, playa, cerro, río, agarraron sus corotos y partieron no sin avisarle a su vecino que le echara un ojo a la casa. Se había puesto tan malo el barrio, oiga. Ni siquiera se podía dejar la ropa tendida sin correr el peligro de que se la robaran. Claro, todo el problema radicaba en la instalación de la nueva población en el décimo sector, gente de mal vivir beneficiada con una casa, oiga, que mi general tuvo la generosidad de regalarles. Y en vez de trabajar, estos flojos de mierda lo único que hacen es tomar y robarle a la gente honrada, quemar neumáticos en las noches y meter barullo. Si mi general los hubiera dejado patalear en sus campamentos, hubiese sido mucho mejor. Váyale no más vecino, que yo le echo un ojo a la casa. Y abordaban el bus a alguna parte y desaparecían. Los que no pudieron salir, se las arreglaban de igual forma. Largas jornadas de manguereos en donde los viejos se turnaban para echarle agua a la bandada de cabros chicos, que revoloteaba bajo el arcoiris que se formaba con el chorro abanicado, muertos de la risa. O se organizaban excursiones hacia las pozas de los cerros, y en los caminos resecos por el sol implacable, gente proveniente de otras poblaciones se juntaba alegremente, en un largo peregrinaje por las laderas de los cerros.
Todas las pozas tenían su nombre en particular. La cristalina, era la preferida por las extensas familias que arribaban con bombos, petacas, suegras, abuelas, tías, cocinillas los que tenían o si no la parrilla sacramentada por los asados de todos los dieciochos. No era muy honda, con los eternos matapiojos acrobáticos volando a ras de superficie, y con arenas suaves en la orilla y el chépica asalvajado para tomar el sol y comerse el almuerzo, sacado al lápiz en el almacén de la esquina, el pollo frío y ensalada de apio y repollo, bilz enfriada en el agua para los cabros y pílsen para los taitas para comenzar a saborear el sol. La poza azul era de aguas azules de profundas, decían los viejos que era un ojo de mar, o que era parte de un abandonado pique de una mina de oro. Ahí se bañaban los muchachos más crecidos, que querían lucirse ante las admiradoras o no tanto, ante la chiquilla ingrata que no le devolvía la mirada, con sendos piqueros desde una roca ubicada a cuatro metros de alto. Se armaban verdaderas competencias y más de uno se rompió la cara al golpearse contra una saliente, o tuvo que devolverse ayudado por los compadres al quebrarse la clavícula, pero con la sonrisa de oreja a oreja por haber impresionado de tamaña manera a la niña de sus ojos, que le acompañaba tomándole de la mano de puro acongojada, de vuelta interminable hacia la posta. Y unos quinientos metros más arriba de la poza azul, se encontraba la del ahogado. Antes ser bautizada con aquel apelativo tan tétrico, era la poza por excelencia, casi una piscina. Sin embargo, alguien no alcanzó a salir de sus aguas y nadie ya quiso bañarse más en ella. Decían las viejas que había sido suicidio por amor y que la chiquilla luego se ahorcó en su casa al saber de la noticia. Otros decían que el cabro se estaba bañando tranquilamente y lo atacó un cuero, la mítica mantaraya de agua dulce, y el picotón le provocó tal calambre que hizo que se ahogara tratando de llegar a la orilla. Los más ladinos decían que eran puras guevadas y que nadie nunca se había ahogado allí, que era un rumor que echó a correr una gente que se quería acaparar la poza para ellos, por que siempre pasaba tan llena que había que llegar en la madrugada casi para calar un puesto.
Las familias, por lo general, viajaban a ese pequeño edén proletario, ya por el día, ya por el fin de semana. Cuando así sucedía, armaban sus ramadas con eucaliptos, protegían los lados con alguna lona o frazada y se prendía una buena hoguera para calentar a todo el mundo. Mientras los más chicos dormían extenuados por tanto chapuzón, los viejos desencorchaban las garrafas y le arrancaban tonadas a una guitarra, que nunca faltaba. Los jóvenes apatotados se quedaban por más días, alejados cuasi respetuosamente del sector de las familias, armaban sus carpas y seguían una similar rutina, solo que cantaban canciones de protesta a grito pelado protegidos por los cerros y encendían gruesos pitos de chilombiana recién llegada de los Andes, loco. Y seguía la tierra moviéndose imperceptiblemente todo el tiempo. Si el remezón era fuerte, quedaba todo en silencio algunos minutos, escuchándose a lo lejos los ladridos de los perros, y leves ayes y persignaciones, diosito que no tiemble más. Cuando se acababan los fideos, el arroz y el copete, era señal de que había que regresar cada cual a su covacha, a buscar la esquiva pega o a trabajar quién afortunadamente la tenía.
Todas las pozas tenían su nombre en particular. La cristalina, era la preferida por las extensas familias que arribaban con bombos, petacas, suegras, abuelas, tías, cocinillas los que tenían o si no la parrilla sacramentada por los asados de todos los dieciochos. No era muy honda, con los eternos matapiojos acrobáticos volando a ras de superficie, y con arenas suaves en la orilla y el chépica asalvajado para tomar el sol y comerse el almuerzo, sacado al lápiz en el almacén de la esquina, el pollo frío y ensalada de apio y repollo, bilz enfriada en el agua para los cabros y pílsen para los taitas para comenzar a saborear el sol. La poza azul era de aguas azules de profundas, decían los viejos que era un ojo de mar, o que era parte de un abandonado pique de una mina de oro. Ahí se bañaban los muchachos más crecidos, que querían lucirse ante las admiradoras o no tanto, ante la chiquilla ingrata que no le devolvía la mirada, con sendos piqueros desde una roca ubicada a cuatro metros de alto. Se armaban verdaderas competencias y más de uno se rompió la cara al golpearse contra una saliente, o tuvo que devolverse ayudado por los compadres al quebrarse la clavícula, pero con la sonrisa de oreja a oreja por haber impresionado de tamaña manera a la niña de sus ojos, que le acompañaba tomándole de la mano de puro acongojada, de vuelta interminable hacia la posta. Y unos quinientos metros más arriba de la poza azul, se encontraba la del ahogado. Antes ser bautizada con aquel apelativo tan tétrico, era la poza por excelencia, casi una piscina. Sin embargo, alguien no alcanzó a salir de sus aguas y nadie ya quiso bañarse más en ella. Decían las viejas que había sido suicidio por amor y que la chiquilla luego se ahorcó en su casa al saber de la noticia. Otros decían que el cabro se estaba bañando tranquilamente y lo atacó un cuero, la mítica mantaraya de agua dulce, y el picotón le provocó tal calambre que hizo que se ahogara tratando de llegar a la orilla. Los más ladinos decían que eran puras guevadas y que nadie nunca se había ahogado allí, que era un rumor que echó a correr una gente que se quería acaparar la poza para ellos, por que siempre pasaba tan llena que había que llegar en la madrugada casi para calar un puesto.
Las familias, por lo general, viajaban a ese pequeño edén proletario, ya por el día, ya por el fin de semana. Cuando así sucedía, armaban sus ramadas con eucaliptos, protegían los lados con alguna lona o frazada y se prendía una buena hoguera para calentar a todo el mundo. Mientras los más chicos dormían extenuados por tanto chapuzón, los viejos desencorchaban las garrafas y le arrancaban tonadas a una guitarra, que nunca faltaba. Los jóvenes apatotados se quedaban por más días, alejados cuasi respetuosamente del sector de las familias, armaban sus carpas y seguían una similar rutina, solo que cantaban canciones de protesta a grito pelado protegidos por los cerros y encendían gruesos pitos de chilombiana recién llegada de los Andes, loco. Y seguía la tierra moviéndose imperceptiblemente todo el tiempo. Si el remezón era fuerte, quedaba todo en silencio algunos minutos, escuchándose a lo lejos los ladridos de los perros, y leves ayes y persignaciones, diosito que no tiemble más. Cuando se acababan los fideos, el arroz y el copete, era señal de que había que regresar cada cual a su covacha, a buscar la esquiva pega o a trabajar quién afortunadamente la tenía.
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