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I

La policía siempre estaba cerca, según las conferencias en la prensa, o la entrevista al prefecto en el programa especial del Domingo. “Tenemos claros indicadores de que el asesino sea probablemente un hombre de treinta a treinta y cinco años, que se moviliza en vehículo propio o posiblemente robado, y no se descarta que el sujeto haya abandonado la metrópoli, por lo que se ha desplegado un vasto sistema de servicios preventivos y de búsqueda de información, además de poner en alerta a todas las unidades policiales del país. La población debe mantener la calma y confiar en su policía, y ante cualquier conducta sospechosa, informar al cuartel más cercano a su domicilio”. Habían detenido a diez o doce personas en las últimas semanas, todos confesos de los crímenes. Desfiles de pobres diablos engrillados de pies y manos, enfundados en una amarilla camiseta sintética que en la espalda rezaba “IMPUTADO” en grandes caracteres negros, protegidos por un parafernálico e inútil aparato de seguridad de la gendarmería. Se conocía ya de sobra el modo de obtener las confesiones de los desdichados, parte de la tenebrosa herencia histórica de los elitarios gobiernos, civiles o militares disfrazados de democracias, una nada ortodoxa sesión de gentiles e interminables picanazos eléctricos en pau de arara, donde cualquier individuo termina firmando hasta las declaraciones más descabelladas. Entonces aparecían los ingeniosos titulares en los amarillistas medios de desinformación masiva: “Fin al terror, capturan a la bestia”, o “Policía captura al temible asesino”, o “Fin de los horrendos crímenes”, junto con una foto a todo color de la cara del presunto asesino en las portadas de los diarios. Cosas por el estilo. Y luego algún niño camino a la escuela encontraba un brazo en algún sitio eriazo, o un tipo decapitado en el interior de su vehículo, cuya cabeza cubierta de blanquecinos gusanitos saludando el día aparecía a los días después colgando de la rama de un árbol cualquiera de los escasos parques de la metrópoli. Perdían la escasa reserva de credibilidad que les quedaba. La población comenzó a tener aún más miedo, y el miedo vende. Le habían adjudicado oficialmente veinticinco asesinatos, todos aquellos que poseían algún elemento en común, como observaban los peritos de criminología. Sin embargo, la opinión pública abultaba la cifra hasta doblarla. Los peritos de la Policía habían confeccionado un acucioso perfil del asesino: Un psicópata, con inclinaciones homosexuales. Presunto móvil de los homicidios: Impotencia en el acto sexual que solo satisfacía con el asesinato. Los otros cuerpos que aparecían periódicamente en algún recoveco de la metrópolis y que no presentaban las señales ya clásicas de mutilación del psicópata, cercenamiento de genitales por lo general, o extracción casi quirúrgica del corazón, se descartaban o simplemente se ignoraban, y quedaban exonerados en sus archivos, apilándose las carpetas en los estantes de los ineficaces juzgados del crimen, esperando que el polvo y el olvido hicieran lo suyo. Se les rotulaba como homicidios sin esclarecer y se cerraba el sumario. Generalmente pobres diablos sin perro que les ladrara o gato que les maullara, indeseables a los ojos de los mismos magistrados. Era mejor que estuvieran muertos a que estuvieran vagando por las calles de la metrópoli, arruinando la postal internacional, afeando el paisaje urbano que el gobierno había maquillado con tanto cuidado. O simplemente, jovencitos o jovencitas habitantes de la periferia miserable que en una noche de juerga en el centro de la gigantesca metrópolis nunca más alcanzaron a tomar el microbus de vuelta a sus atestadas poblaciones. Tampoco mucho de qué preocuparse. Potenciales drogadictos o posibles prostitutas. También era ese el argumento de la policía.

Algo distinto resultaba el procedimiento policíaco de los cancerberos cuando la víctima poseía en sus apellidos bastantes más consonantes que la media nacional, y su dirección domiciliaria apuntara a alguna de las familias acaudaladas automarginadas en esas pequeñas repúblicas independientes a los pies de la cordillera, donde el aire parece más limpio, y todo es bonito, armonioso, automático y demencialmente tranquilo. Sin embargo, eran cautelosos a la hora de achacarle una nueva víctima al asesino. Por un lado, no querían alarmar aún más a la población, y por otro, no deseaban quedar como incompetentes frente a la misma. Así que eran meticulosos en el momento de comunicar a los medios de prensa sobre alguna nueva víctima del ya tristemente célebre “psicópata”. De este modo, ya que vox populi se pensaba que todos los cadáveres encontrados pertenecían a la obra del mismo endemoniado artista, el inconsciente social comenzó, en ese mismo rumbo, a hilar el tejido del mito, las historias más fantásticas desfilaron en cantinas, ferias, colegios, universidades. Inevitablemente se transformaba en el tema de conversación en cualquier reunión En realidad, en cualquier espacio en donde convergiera un grupo de ciudadanos, o de ex ciudadanos, considerando que el tema animaba las conversaciones en las ruedas de mate en las carretas de las penitenciarías. La micro, el metro, un ascensor, oficinas, talleres, construcciones, la lista se hacía interminable. No falto quién encaró la muerte y huyó de las garras del psicópata haciendo uso de las artimañas más inverosímiles. El testigo indiscreto que sintió el olor del azufre. Salió a relucir el diablo, los brujos, dios, y toda la gama de santos y demonios, las fatídicas señales de la podredumbre humana a la vuelta de la esquina del juicio final, la bestia y babilonia la grande, y pronto el asunto adquirió ribetes escatológicos. Los niños inventaban macabros juegos y rondas. Los antropólogos hablaban en las aulas de la configuración de los mitos urbanos, los sociólogos de la anomia o la alienación, ¿La retorcida imaginación colectiva? ¿La inescrupulosa sed de ganancias de los grupos económicos propietarios de la prensa?. Había tema para rato. El prelado llamaba a la población a unirse en torno a Jesús: “ No oscurezcamos la palabra del señor, la gente a veces tiene la mente sucia y confunde las cosas, oremos para que dios nos las esclarezca”, había ambiguamente comunicado, como era lo usual, el porcino y rosáceo Arzobispo Metropolitano en el noticiario de las dos de la tarde. Algunos vecinos de pasajes de las poblaciones de la periferia, curiosamente donde los asesinatos eran infrecuentes, es decir los ataques “de la bestia” como fue apodado cariñosamente por la prensa; comenzaron a organizar guardias blancas, según información publicada en el cuerpo de reportajes del dinosaurio de la prensa nacional, cierto periódico propiedad de una acaudalada familia de raigambre inglesa –edwards- vinculada derechamente al fascismo de las grandes ligas, para defenderse de la amenaza pregonada a los cuatro vientos, más de la mano de las mafias neonazis que brotaban y brotaban como moho del pan -“para barrer la escoria que amenaza a nuestra patria” extracto de la entrevista en el mismo medio a uno de los intelectuales líderes del movimiento, si cabe la expresión- y que la emprendieron contra todo individuo al que consideraron como sospechoso, es decir todo aquel que tuviera facha de drogadicto, borracho, travesti, hippie, comunista, punk, anarquista, extranjero de no muy lejos o que simplemente no les cayera en gracia, que por una necesidad real y objetiva de “autodefensa” de los pobladores frente al fenómeno aquel del asesino serial. La fuerza pública tuvo que actuar y reforzar la “vigilancia” en esas poblaciones, más por un principio de cohersión estatal para prevenir la explosión social que se cernía peligrosamente sobre la pactada tranquilidad económica debido al explosivo aumento del desempleo y la infame flexibilidad laboral, que para impedir los intentos de linchamientos protagonizados –bate de béisbol en mano- por estas bandas organizadas de energúmenos maniáticos adoradores de la swastica en los sectores en donde se concentraban en mayor o menor grado. Irremediablemente, otros actores sociales notaron que era el tiempo propicio para aprovechar de ajustar algunas cuentas pendientes, sobre todo entre Narcos o entre Hampones, o entre Narcos y policías antinarcóticos, que no eran ni tan policías ni tan antinarcóticos, o entre hampones y policías. Y en medio del enredo mayúsculo, aparecía un nuevo cadáver que dejaba otra vez las cosas patas para arriba.

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